Cuando encendí la televisión, vi cómo intentaban sembrar miedo. Y, sin querer, viajé al pasado, a mi niñez, cuando las historias de terror y culpa llenaban el aire de los días. Se hablaba de tragedias, de castigos divinos, de cosas que jamás vi con mis propios ojos, pero que parecían reales porque todos las repetían como si fueran verdad absoluta.
Recuerdo a esa gente que vivía atada a sus temores, convencida de que su razón era la única. Los domingos, esas mismas personas llenaban las iglesias buscando perdón, alivio, una esperanza que suavizara sus culpas. Como aquel patrón del fundo, que al borde de la muerte quiso enmendar su vida con una donación a la iglesia. Decían que lo hacía para calmar su conciencia, para limpiar sus pecados antes del último suspiro.
¿Te acuerdas? Era así, ¿verdad? Había algo tan humano en ese acto: el miedo a lo desconocido, el deseo de redimirse. Y aquí estoy, frente a la pantalla, viendo cómo la historia parece repetirse. Pero ahora me pregunto: ¿y si en lugar de miedo elegimos sembrar amor? ¿Y si empezamos a creer más en la esperanza que en los fantasmas del pasado?
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